Imágenes se agolparon ligeras como una sucesión infinita de presencias tal vez escondidas dentro de mi alma, al mirar los dos rostros mirándome desde el retrato que representaban dos generaciones que amo.
Una, con su semblante lleno de luz cuyos destellos iluminaron mi vida y la otra, reluciendo con energía propia, haciendo que mí ser oscilara sin pausa mientras el corazón es como si se me detuviera.
Resplandores adornan sus semblantes como si fueran efigies salidas de un cuento de hadas. El follaje del jardín con sus colores de arco iris enmarca como un cuadro a ambas.
Interrumpo mis cavilaciones para sorber algo tibio y dulce bajando por mis mejillas cual perlas desprendidas de un ayer unido a este instante de hoy.
Oigo rumores de risas, coplas infantiles, discusiones, llantos, propagándose
por el amplio patio cubierto de fragancias suaves, persistentes, que están ahí, en el mutismo invadiendo el ambiente familiar.
Percibo a una niña sentada en el piso jugando y cosiendo diminutas prendas a sus muñecas, todas ellas de trapo, acicaladas como si fueran del material más preciado. En silencio, como siempre, con la mente en vuelo constante, la hace parecer más flacucha.
Murmura cantos inventados con deleite en su atento quehacer, apenas sin moverse, salvo el movimiento de sus manos enhebrando la aguja, sigue vistiendo a sus pequeñas como si fueran sus hijas.
Disfruto con cierto remordimiento, no poder retroceder el tiempo, al mirar extasiada el semblante de mi madre impreso ante mí.
La mujer que me dio la vida tiene los ojos cerrados tal vez recordando sus afanes sin descanso en la crianza de sus hijos, hoy todos mayores, pero con sus manos surcadas por miles de arrugas aferradas con fuerza, como deseo de detener ese instante, a esas otras que la abrazan.
La que está a su lado, es parte de mí, salida de mis entrañas, gozosa de estar al lado de la abuela, que amó y ama, pues sabe que es una fibra de ese tronco ya añejo pero con ideas claras y actuales como un brote verde y tierno que engalana como una reliquia incomparable.
Comprendo que cada día es un soplo en préstamo para aprisionar con ímpetu lo que nos ofrece cada jornada, sin desperdiciar ni siquiera un momento, en agradecer, ofrecer, y dar a luz sin miedos ni treguas lo que el alma almacena, y no callarlo sino publicarlo a viva voz, a los confines de cada rincón natural.
Me disocio entre lo que fui y lo que soy con contrición, encontrando en ese análisis lo que callé en vez de propagarlo al aire con valentía como un estandarte que guió mi existencia.
Mi crecimiento espiritual y corporal fue como las uvas que se tornan vino añejo, dulce y suave nutriéndome con alegría.
Hoy soy como el viento huracanado que se entrega sin medidas ni reservas a los que aún esperan y no saben que lo vivido es sólo la antesala de la ofrenda, como un lirio níveo, un ave de pomposo plumaje o un ocaso de mil colores elevándonos al infinito.
Una, con su semblante lleno de luz cuyos destellos iluminaron mi vida y la otra, reluciendo con energía propia, haciendo que mí ser oscilara sin pausa mientras el corazón es como si se me detuviera.
Resplandores adornan sus semblantes como si fueran efigies salidas de un cuento de hadas. El follaje del jardín con sus colores de arco iris enmarca como un cuadro a ambas.
Interrumpo mis cavilaciones para sorber algo tibio y dulce bajando por mis mejillas cual perlas desprendidas de un ayer unido a este instante de hoy.
Oigo rumores de risas, coplas infantiles, discusiones, llantos, propagándose
por el amplio patio cubierto de fragancias suaves, persistentes, que están ahí, en el mutismo invadiendo el ambiente familiar.
Percibo a una niña sentada en el piso jugando y cosiendo diminutas prendas a sus muñecas, todas ellas de trapo, acicaladas como si fueran del material más preciado. En silencio, como siempre, con la mente en vuelo constante, la hace parecer más flacucha.
Murmura cantos inventados con deleite en su atento quehacer, apenas sin moverse, salvo el movimiento de sus manos enhebrando la aguja, sigue vistiendo a sus pequeñas como si fueran sus hijas.
Disfruto con cierto remordimiento, no poder retroceder el tiempo, al mirar extasiada el semblante de mi madre impreso ante mí.
La mujer que me dio la vida tiene los ojos cerrados tal vez recordando sus afanes sin descanso en la crianza de sus hijos, hoy todos mayores, pero con sus manos surcadas por miles de arrugas aferradas con fuerza, como deseo de detener ese instante, a esas otras que la abrazan.
La que está a su lado, es parte de mí, salida de mis entrañas, gozosa de estar al lado de la abuela, que amó y ama, pues sabe que es una fibra de ese tronco ya añejo pero con ideas claras y actuales como un brote verde y tierno que engalana como una reliquia incomparable.
Comprendo que cada día es un soplo en préstamo para aprisionar con ímpetu lo que nos ofrece cada jornada, sin desperdiciar ni siquiera un momento, en agradecer, ofrecer, y dar a luz sin miedos ni treguas lo que el alma almacena, y no callarlo sino publicarlo a viva voz, a los confines de cada rincón natural.
Me disocio entre lo que fui y lo que soy con contrición, encontrando en ese análisis lo que callé en vez de propagarlo al aire con valentía como un estandarte que guió mi existencia.
Mi crecimiento espiritual y corporal fue como las uvas que se tornan vino añejo, dulce y suave nutriéndome con alegría.
Hoy soy como el viento huracanado que se entrega sin medidas ni reservas a los que aún esperan y no saben que lo vivido es sólo la antesala de la ofrenda, como un lirio níveo, un ave de pomposo plumaje o un ocaso de mil colores elevándonos al infinito.
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